12 de octubre de 1880 - 15 de marzo de 1951
Ese muchacho se llama Artémides Zatti, y al volver a casa oye que el padre y la madre hablan de ir a América era 1897 y él tenía 17 años.
Artémides tiene ya diecinueve años, y lo comenta con su padre. El buen hombre levanta los hombros: "Eres mayor, puedes decidir sobre tu vida. Pero piénsatelo bien, Porque si comienzas un camino debes continuarlo hasta el fin".
Decide ir a Bernal al seminario, allí llega un joven salesiano aquejado de tuberculosis, y Artémides se ofrece para cuidarlo y asistirlo. El salesiano, consumido por la tuberculosis, muere. Artémides, veintidós años, está sacudido por una tos pertinaz y consumido por una fiebre que le ataca todos los días hacia el atardecer. Le visita un medico, que diagnostica tuberculosis también en los pulmones de Artémides, y que pregunta a los superiores: "¿No tenéis una casa en los Andes, con aire fino y oxigenado? Pues si queréis salvarlo, mandadlo allá".
La casa está. Pero para alcanzarla, Artémides debe hacer un viaje de 600 kilómetros para volver a Bahía Blanca, y de ahí afrontar un segundo viaje de 700 kilómetros... hacia el este. Un viaje que lo puede derrumbar. Los primeros 600 kilómetros que Artémides recorre en un asiento duro de tercera clase lo llevan a su casa y a la parroquia salesiana. Está reventado. Don Carlos escribe inmediatamente a los superiores, y después de muy pocos días anuncia a la familia: "Artémides no ira a los Andes, sino a la casa salesiana de Viedma, Allá hay un aire bueno y un estupendo doctor. Y se curará. Apenas te animes, Artémides, aquí tienes el dinero para el viaje".
En Viedma surge la única obra salesiana dotada de un hospital y una farmacia. Los misioneros los tuvieron que construir 14 años antes. La ciudad era un amasijo de pobres chozas en las que se amontonaban aventureros, indígenas, soldados. Cualquier enfermedad podía ser mortal, ya que faltaban hasta las medicinas más elementales. Un sacerdote salesiano, don Evasio Garrone, había sido enfermero en el ejército italiano, y mons. Cagliero le había encargado poner en pie una farmacia.
Don Garrone fue declarado "médico" al instante, y comenzó en la farmacia una extraña contabilidad: los ricos pagaban las medicinas a un precio doble, los pobres no pagaban nada. Al lado de la farmacia había una cuadra. La limpiaron, la desinfectaron, se la proveyó de una cama y un colchón. Surgió así también el hospital para los enfermos a los que no se podía cuidar en sus casas.
En 1908, a los veintiocho años de edad, Artémides pronuncia sus votos perpetuos: es salesiano para siempre. Después de haberlo consultado con los superiores, decide dejar los estudios sacerdotales y dedicarse a ayudar a don Garrone.
El 8 de enero de 1911 don Garrone muere. De golpe, Artémides Zatii se encuentra él solo al frente de la "Farmacia de san Francisco" y del "Hospital de san José". Para estar en regla ante la ley, el superior salesiano contrata a un médico titulado, que es el responsable legal frente a la autoridad. Pero de hecho el médico de todos es él, Artémides Zatti, con sus escasos estudios pero con mucho amor a todos los enfermos.
En 1913 los deseos de Artémides comienzan a realizarse: se pone la primera piedra de un nuevo hospital. Para comenzar, se construirá solamente la planta baja, pero apenas llegue el dinero, encima se construirá la primera planta. Luego la segunda. Por esto, las paredes son sólidas y seguras.
El trabajo mayor es siempre el de reunir el dinero necesario para que hospital y farmacia continúen con la acostumbrada norma: quien tiene, paga; quien no tiene, no paga. Cuando las cuentas están en números rojos, Zatti monta en su bicicleta, se encasqueta el sombrero y va a pedir limosna. Llama a las casas de los pocos ricos: "Don Pedro, ¿podría prestar cinco mil pesos al Señor?". "¿Al Señor?", pregunta estupefacto el rico señor. "Sí, don Pedro. El Señor dijo que lo que hacemos por los enfermos, se lo hacemos a él. Es un buen negocio el prestar al Señor."
El Banco Nacional abre una agencia en Viedma, y asigna a Zatti la cuenta corriente nº 226. Artémides gasta lo que tiene en la libreta y también lo que no tiene. Y un día el banco lo manda llamar. Hay una gran cuenta en números rojos que hay que saldar inmediatamente, de otro modo se pondrán en marcha las diligencias para hipotecar el hospital. Zatti permanece allí, delante del director del banco, como alelado. Llora, ruega y no sabe qué hacer. Desde luego, dineros no tiene. Lo único que tiene son más deudas.
Alguien del banco telefonea al obispo mons. Esandi. El obispo refunfuña, dice que de una u otra manera ya proveerá. Llama a su vicario. “Me telefonean que en el banco está Zatti llorando porque no tiene con qué pagar una gruesa suma que está al descubierto. ¡Siempre lo mismo! ¿Tenemos algo en caja?" "El dinero para imprimir el próximo número del periódico diocesano." "Llévaselo enseguida al director del banco, y salva a aquel pobre hombre."
Con mucho pesar, Artémides Zatti debe admitir que los bancos no "prestan nada al Señor". Hacen negocios y nada más. Pero como cristiano testarudo concluye: "Son ellos los que se equivocan, yo no". Y continúa así.
Llega al hospital un pobretón cubierto de harapos. Se le atiende y se le cura, pero no puede marcharse vistiéndose de nuevo aquellos harapos. Zatti va a una familia: "¿No tenéis algún vestido para prestar al Señor?". Sacan fuera un vestido muy gastado. Y él: "¿No tenéis otro mejor? Al Señor tenemos que darle lo mejor que tenemos".
Llega un indio sucio y derrengado. Zatti grita a la enfermera: "Hermana, prepare una cama para el Señor". Y cuando llega un muchachito hambriento y andrajoso, pregunta a la hermana: "¿Tiene una sopa caliente y un vestidito para un Jesús de diez años?".
Los muebles viejos parecen macizos y eternos. Pero si se caen aunque sea una sola vez, se convierten en un crujido. Y Zatti se da cuenta de golpe de que se ha hecho viejo y enfermo. Siente un dolor persistente en el costado izquierdo, molestias continuas. Sabe lo suficiente sobre medicina como para decir: "Es un tumor en el páncreas. No os preocupéis, porque no existe ningún remedio".
Alguno le sorprende llorando en silencio y disimulando enseguida las lágrimas como si fueran una culpa. "¿Sufre?", le preguntan. Y él: "No se trata de eso. Es que soy un hierro viejo, ya inútil".
Pide la unción de los enfermos, renueva las promesas bautismales y los votos religiosos. A quien le pregunta "¿Cómo va?", le responde de una manera rara: "Hacia arriba". Y mira hacia arriba.
El Señor viene a llevárselo el 15 de marzo de 1951. Aquel Señor al que Artémides Zatti no le presto su vida, sino que se la entregó.
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