Diplomado en Cristo
Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R.
Correo: delriolerga@yahoo.es
“Expresar imposible sería lo que va por dentro, lo que el alma siente”.
Hay momentos y vivencias que se quedan grabados para toda la vida en el sentimiento y en el corazón. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, la Casa del Peregrino, que así se llama el hermoso lugar y casa donde se dan los Cursillos de Cristiandad, en Guatemala?
Quien conoce Guatemala, sabe que es un país de ensueño. Lo llaman el País de la Eterna Primavera. Y bien, en uno de tantos Cursillos de Cristiandad celebrados en la Casa del Peregrino, recuerdo, y debo confesar que me emocioné, cuando aquel indígena de raza quiché, al invitarle en la clausura a dar una vivencia personal de su experiencia en el Cursillo, se levanta. Tranquilo él. Pausado él. Sonriente él. Rostro enjuto, y moreno de sol y trabajo. Cordial. Nos mira a todos con gesto de infinita fraternidad, y dice:
Soy un hombre sin estudios. Apenas fui a la escuela. Mis tatas eran pobres y yo tuve que ir, desde muy niño, a trabajar en la milpa. Por consiguiente, a mí nunca me han dado un diploma. Pero he venido al Cursillo y, de esta Escuela, salgo diplomado en Cristo.
El aplauso fue cerrado, largo. Era un modo de dar salida a la emoción que a todos nos embargó.
¡Madre mía! No se puede decir y expresar más teología en tan pocas palabras. ¡Diplomado en Cristo! Lo que en los libros ocupa cientos de páginas, aquel sencillo hombre de Dios lo expresó en una frase. Cuánta teología expresaron sus palabras. Y sobre todo, cuánta vida.
Fue el testimonio del alma limpia de aquel indígena guatemalteco. Su porte, su compostura, fue como un poema hecho de tierra y esperanza.
Aquella noche cantamos con más entusiasmo que nunca:
“¡Qué lindos son los Cursillos, bien haya quien los fundó”!
Y aquella noche hubo resonancias de ecos más profundos. Cuando los dirigentes fuimos a la capilla a dar las buenas noches a Cristo y despedirnos, me sentí feliz de ser sacerdote. De poder compartir la experiencia de Dios con gente que tiene el alma llena de luz. Me quité el crucifijo que llevaba al pecho, el mismo que nos entregan en el Cursillo, y lo deposité sobre el altar. Para qué lo quería. Esa noche sentí que llevaba sobre mi conciencia sacerdotal, no un crucifijo, sino un cristo mejor. Un cristo de cara morena, hecho a la par de la tierra y el maíz. Un cristo, indígena él, de raza quiché, diplomado en Cristo.
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